lunes, 29 de enero de 2007

Antonio M. Battro

El cerebro, la mente y el espíritu:
El aporte de las neurociencias cognitivas

Antonio M. Battro


Ut integer spiritus vester, et anima, et corpus,
sine querela in adventu Domini nostri Iesu Christi servetur (1Th,V,23)
“Para que ustedes se conserven irreprochables
en todo su ser, espíritu, alma y cuerpo,
a la espera del advenimiento de Nuestro Señor Jesucristo”



Cum magno tremore et tremula intentione, como decía Hildegard von Bingen, me atrevo a encarar este tema complejísimo de las relaciones entre el cerebro, la mente y el espíritu, desde el punto de vista que nos ofrecen hoy las neurociencias cognitivas. Pero no tengo pretensión alguna de presentar una nueva teoría. Hay suficiente confusión en este campo como para agregar otra confusión más. Parto simplemente de la base que estas entidades se pueden distinguir entre sí en el análisis, según el orden de razón, como decían los clásicos, pero no especularé sobre su status ontológico, por ejemplo si son o no sustancias separadas. Tampoco entraré en el debate filosófico y metafísico sobre la inmortalidad del alma, ni sobre la unión del alma y el cuerpo, disputa que se remonta a la antigüedad precristiana y aún continúa en el mundo anglosajón bajo las formas más acotadas del “mind/body problem”. Pero mencionaré, a guisa de ilustración, la historia de la idea de resurrección de la carne, pues está muy imbricada con la evolución de las ideas sobre el cuerpo y el cerebro. Les ruego tomen mis ideas como simples esbozos, y sigan el consejo de San Pablo Omnia autem probate: quod bonum est tenete (1Th,V,22), “examínenlo todo y quédense con lo bueno”.

El debate actual

En primer lugar, advierto que, para muchos, el concepto de alma se ha ido vaciando, se ha convertido en algo borroso y hasta inútil, en cambio creo que el concepto de mente ha retomado vigor y está plenamente “operativo”. Además, una formidable convergencia de disciplinas ha logrado focalizar, correctamente a mi modo de ver, aquello que me gustaría llamar “neuromente”, la mente como función del cerebro, y no sólo del cerebro humano. Mente animal y mente artificial no son hoy conceptos fantasiosos, ambiguos o contradictorios, son, de hecho, objeto de rigurosos estudios por parte de la etología y la psicología comparada (p. ej. lenguaje gestual en los chimpancés) y de las ciencias de la computación (p. ej. redes neurales).

Por una parte, es clarísimo que la neuromente, si me permiten adoptar provisoriamente la expresión, nace, se desarrolla y muere. El debate actual sobre la plasticidad neuronal, la clonación, los implantes de tejido nervioso, las prótesis neuro-computacionales, la muerte cerebral, etc, son cuestiones - algunas lacerantes -propias del organismo vivo sometido a la generación y a la corrupción, como dirían los antiguos. Estos nuevos hechos e intervenciones tecnológicas sobre el cerebro plantean problemas, absolutamente inéditos, sobre la naturaleza humana, la identidad del yo y la integridad de la persona, y también sobre la vida y la muerte. Son temas de una magnitud tal, que nos exigen crear nuevos instrumentos conceptuales para poder captarlos. Aún no disponemos de ellos y nos apoyamos temerosos en andamiajes enclenques y provisorios, pero hay cierto progreso. Antes se especulaba sobre ficciones (Gedankenexperimente), por ejemplo, sobre el eventual injerto de un cerebro en otro cuerpo, y los filósofos se preguntaban si el cuerpo recibía un nuevo cerebro o el cerebro un nuevo cuerpo, y cosas parecidas. Hoy, con mayor sutileza y realismo, nos planteamos - de manera mucho más acotada - las indicaciones y consecuencias de un implante de tejido nervioso sano o de un neurochip en un cerebro lesionado, de la ablación de un hemisferio cerebral enfermo para preservar al hemisferio sano (Battro, 2000), etc. Este complejo proceso científico tiene aspectos metodológicos, epistemológicos y deónticos que resultan inseparables y nos exige la integración de un gran número de disciplinas. Advertimos, sin embargo, que se trata de temas que por su envergadura no pueden quedar sólo en manos de expertos, pues nos involucra a todos. Y siguiendo la vieja regla: quod omnis tangit ab omnibus tractari et approbari debet, lo que concierne a todos, por todos debe ser tratado y aprobado. Los comités de ética, nacionales y locales, son una respuesta práctica a esta demanda y es menester que se afirmen en las sociedades democráticas.

¿Pero, qué es el espíritu humano? Aquí entramos en el misterio del hombre y, si somos creyentes, en el misterio divino. La mortalidad llama a la inmortalidad, la Encarnación a la Resurrección. El primer par puede ser objeto de ciencia, el segundo es siempre objeto de fe. Para un cristiano el modelo de hombre es Cristo, y Cristo Resucitado, el Primogénito de entre los muertos. En el relato evangélico no resucita un fantasma sino un hombre real, no se aparece un alma vagabunda, animula vagula, blandula, a los peregrinos de Emaús sino Jesús de Nazaret que parte para ellos el pan, un acto contundente, que se podría repetir hoy, aquí, entre nosotros y que nos haría implorar otra vez más “quédate con nosotros que ya es tarde y el día se acaba” (Luc. 24. 29). Veremos, además, que el tema central de la resurección de la carne ha tenido una enorme injerencia en la constitución de la psicología como ciencia, debate cuyos ecos aún resuenan en los dilemas sobre la condición de persona humana en situaciones límites, muerte cerebral, transplantes de tejido nervioso, clonación, etc.

1. La involución de la psicología del alma

Como decía Ebbinghaus, la psicología tiene un largo pasado pero una corta historia. El tratado de Aristóteles De Anima fue un texto obligado de estudio en Occidente y formaba parte de la filosofía escolástica. En el siglo XVI se cambió el nombre latino por el griego y Rudolf Goclenius la denominó Psychologia, pero se siguió usando el mismo procedimiento especulativo de Aristóteles, que defendía el hylemorfismo donde el alma es “la forma de un cuerpo natural que tiene la vida en potencia”. De esta concepción surgió la teoría de las tres almas, vegetativa, sensitiva y racional. Se llegó incluso a diferenciar una psychologia de una pneumatología, la primera era la ciencia del alma unida al cuerpo, la segunda la del alma separada, espiritual e inmortal. Sólo en el siglo XVII aparecieron los primeros intentos de una psicología empírica. En este sentido la influencia del Ensayo sobre el entendimiento humano de John Locke, fue decisiva, pues estableció que la idea de sustancia reposa en la combinación de ideas simples de las propiedades de las cosas, que se pueden formar en la mente a partir de la observación y de la experiencia. Pero fue en el siglo XVIII cuando, a partir de Christian Wolff, se hizo la distinción entre psychologia rationalis y psychologia empirica (basada en la introspección). Finalmente Immanuel Kant auspició la introducción de cursos de psicología en la universidad alemana, aunque recién en el siglo XIX, se crearon los primeros laboratorios de psicología experimental, convirtiéndose el de Wilhelm Wundt en Leipzig- también un ferviente cultor de la introspección - en un centro de irradiación mundial. En el siglo pasado la psicología científica se expandió en un enorme abanico de disciplinas, con miles de investigadores y profesionales en todo el mundo y se fundaron instituciones poderosas con recursos económicos considerables. En la década del 60 comenzó a emerger una psicología cognitiva y, en la actualidad, se ha producido una prodigiosa convergencia de disciplinas en las neurociencias cognitivas que ha provocado un cambio radical en nuestra aproximación a la mente humana, tal vez sólo comparable al que localizó la mente en el cerebro y no en el corazón.

2. El progreso de las neurociencias cognitivas

Hipócrates, Galeno, Descartes, Gall, Broca, Cajal, McCulloch, marcaron hitos fundamentales en largo proceso que ha llevado a la “incerebración de la mente”, pero sólo en los últimos veinte años se abrieron nuevos caminos en nuestra concepción de lo neuro-mental, de la neuromente. Por una parte, los datos experimentales obtenidos con los recursos más avanzados de la biología, la física, la química y la computación han permitido rehacer el mapa del cerebro humano, por otra, los progresos realizados principalmente en el estudio del lenguaje, de la percepción, de la memoria, tanto en el animal como en el hombre, han descubierto realidades que ignorábamos, que serán decisivas en la educación de las nuevas generaciones, en su neuro-educación. Tal vez sea esta la mayor novedad, hasta el momento considerábamos al cerebro del niño como un black box, además, por razones obvias no lo podíamos “abrir”, dábamos por sentado que el cerebro crecía y se desarrollaba durante toda la escolaridad del individuo pero éramos incapaces de ir más allá de esta verificación trivial. La aplicación de estos poderosos métodos de observación del cerebro funcional en pediatría y en psicología se está difundiendo y no tardará en llegar a la educación. La Universidad de Harvard ha tomado la iniciativa bajo el liderazgo de Kurt Fischer en un programa llamado Brain, mind and education, tal vez el primero de su género en el mundo. Todavía es muy temprano para diseñar aplicaciones sistemáticas de las neurociencias cognitivas en la educación, no hay puentes directos entre la neurona y el número pi, ni existe una píldora para aprender latín, pero se ha abierto una ventana al aire fresco que aportan las neurociencias en el estudio de la enseñanza y del aprendizaje. Algo que nadie suponía posible hace apenas dos décadas.

Hoy gracias a los nuevos métodos “no invasores” como la resonancia magnética funcional (fMRI) podemos obtener imágenes del cerebro en actividad, mientras el individuo piensa, mira, oye, calcula, habla, lee, etc. Es más, algunos creen que se puede aplicar una “neurología inversa”, o sea, que se puede ir de la observación del cerebro a la predicción del comportamiento (Dehaene, et al. 1998). Esto significa que mirando lo que pasa en el cerebro se podrá inferir - en determinados contextos - lo que el individuo está haciendo, o hará. Sabemos, por ejemplo, que la corteza cerebral que se emplea en lectura de un texto varía de acuerdo a la lengua nativa de la persona que lee. Así un hablante inglés utiliza ciertas zonas de la corteza frontal, mientras que un hablante italiano emplea áreas del lóbulo temporal durante la lectura de un texto en su idioma nativo. Se supone que la mayor actividad frontal se debe al mayor peso de las transformaciones fonológicas que exige la lengua inglesa, donde “no se escribe como se pronuncia y no se lee como se escribe” (Paulesu et al. 2000). Es decir, observando las imágenes del cerebro en aquel contexto experimental se puede identificar cuál es el cerebro que lee en inglés y cuál en italiano. De alguna forma se ha detectado cómo se inserta la cultura en el cerebro humano, un descubrimiento capital. Pero, como sucede con todo avance del conocimiento, la ganancia en el saber no es moralmente neutra y tiene connotaciones éticas. Estas experiencias “neuromentales”, en efecto, podrían, en otros contextos no controlados, plantear problemas deónticos serios referidos a la invasión de la privacidad del sujeto, a la violación de la intimidad de la persona, etc. Es menester, por consiguiente, hacer un buen uso de este conocimiento de lo contrario habremos abierto, una vez más, la caja de Pandora.

También es interesante consignar que uno de los hechos más significativos ha sido el encuentro provechoso de filósofos y científicos en este nuevo debate sobre la mente humana. Merece destacarse, por ejemplo, la publicación de libros de doble autoría, que inauguran un nuevo género de diálogo. Dos se han destacado por su influencia, El yo y su cerebro : un argumento para el interaccionismo, de John C. Eccles y Karl R. Popper (1977) y Lo que nos hace pensar: La naturaleza y la regla, de Jean Pierre Changeux y Paul Ricoeur (1998). Simultáneamente surge en los Estados Unidos un movimiento liderado por una pareja de filósofos de las neurociencias, Patricia y Paul Churchland, denominado Neurofilosofía (1986, 1996) y el neurólogo Antonio R. Damasio publica con enorme éxito el Error de Descartes (1994). Se ven reflejados en estos estudios “neurofilosóficos” - que suman ya decenas de títulos - varias tendencias, en particular el dualismo interactivo, el subjetivismo fenomenológico, el neuropsicologismo y el reduccionismo. El debate es enmarañado y complejo pues se cruzan muchos niveles de lenguaje, de observaciones y de experimentos, pero ciertamente no es un debate vano sino extremadamente enriquecedor. Merecería, por sí mismo un estudio histórico, epistemológico y sociológico, y sería un buen tema de tesis de doctorado pero es claro que desborda los límites de esta exposición.




3. El retorno de la pneumatología

Para concluir, comprobamos que asistimos a un “auge del espíritu” en nuestros días, y que
la explosión de las más variadas formas de espiritualidad, tanto en Occidente como en Oriente, se ha convertido en materia de estudio científico. Algunos investigadores como Howard Gardner, han intentado capturar este fenómeno dentro de un marco conceptual riguroso y coherente, como es el de las Inteligencias Múltiples (1983, 1999). Esta teoría sostiene que hay criterios biológicos, psicológicos y sociológicos para identificar, por lo menos, ocho inteligencias en el ser humano, a saber: interpersonal, intrapersonal, musical, espacial, corporal, lógico/matemática, lingüística y naturalista. Gardner se plantea, además, la inclusión de una “inteligencia espiritual” como parte de una “inteligencia existencial” más abarcativa, que ha sometido también a estudio. Es interesante consignar que tomó a Juan XXIII, como paradigma de desarrollo espiritual y le dedicó un capítulo en su libro Mentes líderes (1995). Por su parte, la psicología evolucionista desarrollada por Barkow, Cosmides y Tooby (1992), entre otros, establece una serie de pautas que permiten reconstruir una cierta “prehistoria de la mente” (Mithen, 1996). Se sabe, por ejemplo, que el hombre de Neanderthal enterraba a sus muertos y cubría sus tumbas de flores, un simbolismo muy elaborado relacionado con el espíritu y su trascendencia o inmaterialidad, que precedió en milenios a otros códigos, como el alfabeto y el número. Y los estudios sobre la génesis del espíritu y su evolución proliferan en todas las direcciones. Yo elegiré ahora la línea de investigación de nuestro compatriota e historiador de la psicología, Fernando Vidal (1996, 2001). Su visión sobre el proceso histórico de “desencarnación” de la persona humana puede ayudarnos a interpretar cierto tipo de espiritualidad contemporánea, y a evaluar los alcances de una pneumatología, aún difusa, que se presenta como alternativa de la espiritualidad cristiana.

Para Vidal, estamos asistiendo a una serie de “amputaciones sucesivas” en el papel que se le asigna al cuerpo en la identidad de la persona, a una “desencarnación progresiva”, donde el cuerpo ha pasado a ser, apenas, una “propiedad” contingente de esa persona. En cambio, en la antropología cristiana el ser humano no “posee” un cuerpo sino que es alguien “cuya existencia es corporal”. Y eso se revela, particularmente, en la doctrina de la resurrección de la carne que, con el correr del tiempo, sufrió toda clase de transformaciones. Santo Tomás afirmaba: anima non est totus homo et anima mea non est ego (Com. Cor. I), “el alma no es todo el hombre, y mi alma no soy yo”. Siglos más tarde el famoso químico inglés Robert Boyle, publicó en 1675, un opúsculo con el título, casi surrealista, “Algunas consideraciones físico-teológicas sobre la posibilidad de la resurrección” donde defendía una identidad cualitativa, más que cuantitativa, del cuerpo resucitado (por cuanto la materia es universal y los corpúsculos que la componen son intercambiables). Su amigo Locke llegó a decir que la identidad de la persona proviene sólo de la conciencia y de la memoria, por consiguiente ni siquiera es necesario tener el mismo cuerpo para ser la misma persona resucitada. Y afirmaba que si la conciencia de un hombre dependiera de su dedo meñique ¡ese dedo sería toda la persona! El debate sobre la resurrección comenzó a derivar entonces hacia la persona y no tanto hacia el cuerpo. Eran los tiempos de la embriología, del descubrimiento de la stamina, de los filamentos primordiales, que se observaban por primera vez en el embrión de pollo. No debió buscar muy lejos el filósofo y teólogo Samuel Clarke para decir que la memoria y la conciencia - es decir la persona - podía residir en esas stamina, gérmenes de vida inmortal. Continuando en esa dirección el psicólogo ginebrino Charles Bonnet sugirió que si la persona depende de la memoria y la memoria del cerebro, será necesario entonces postular la existencia dentro del cerebro de un (pequeño) cerebro indestructible que funcionaría como germen del cuerpo futuro y glorioso. Y así se fue perdiendo, insensiblemente, a fines del siglo XVIII el significado del cuerpo total, y la atención crítica se fue focalizando en uno de sus órganos, el cerebro. El proceso de desencarnación continuó inexorable y hasta hubo algún teólogo que propuso la resurrección del cerebro en lugar de una resurrección del cuerpo. Un “cerebro glorioso” en lugar de un cuerpo glorioso sería la apoteosis de la visión cerebro-céntrica del hombre. Este protagonismo creciente del cerebro tuvo también un poderoso impacto en nuestra concepción de la persona humana y en la práctica médica. Por ejemplo, algunos definieron la muerte como una “muerte cerebral” y la vida como una “vida cerebral” que aparece en determinado momento en el embrión, condición de su status de persona humana, incluido su status jurídico, como sujeto de derecho. Y se siguió avanzando en esta desencarnación de la persona humana, que desembocará en un concepción “cortico-céntrica” extrema, ya no se trata de todo el cerebro sino sólo de la corteza cebral, del cortex, de “la materia gris”. Pero siempre se puede dar un paso más, a saber: si somos coherentes con esta línea de “desencarnación” lo único que necesitamos, en realidad, del cerebro es la información que contiene en su corteza, y no faltó un físico que postuló que la resurrección equivaldría a ser simulado por una computadora en el ciberespacio, lo que sería, en definitiva, el más allá... Este reduccionismo extremo, y absurdo, es la consecuencia natural de una desencarnación progresiva del ser humano, cuyos alcances prácticos y éticos no son menores y deben alertar a la conciencia cristiana. Al liberarse del peso el cuerpo el espíritu parecería conquistar un papel protagónico e independiente, dando lugar a las más variadas pneumatologías no cristianas. Seguramente la confrontación, invitable, no se planteará en el ámbito espiritual propiamente dicho, en un primer momento, sino en el dominio de las aplicaciones médicas. En efecto las ablaciones y transplantes de tejido cerebral y los implantes de prótesis mixtas o neurochips, ya no son parte de la ciencia ficción y plantean problemas inéditos sobre el yo y la persona, sobre su identidad y su responsabilidad moral. Debemos prepararnos para un mundo donde algunos seres humanos podrán estar equipados con variadas neuroprótesis y tendrán “cerebros híbridos” - en parte natural, en parte artificial - como muchos hoy viven con una válvula cardíaca sintética o con un implante coclear. El debate pneumatológico recién comienza y tomará formas difíciles de imaginar.

Tendencias actuales

Ante un panorama de tamaña complejidad es imposible arribar a ninguna conclusión pero puedo decir que percibo una triple evolución de las ideas, primero una retirada del concepto tradicional de alma y, paralelamente, de la psicología clásica como “ciencia del alma”, segundo un enriquecimiento del concepto de mente que se revela por la relevancia creciente - teórica y práctica - de las ciencias neurocognitivas, y por último, una revisión del concepto de espíritu y una eclosión de nuevas formas de “pneumatología” que agudizan temas fundamentales como el de la resurrección. Contemplemos, pues, con los tres ojos, oculus carnis, oculus mentis et oculus fidei , con el ojo de la carne, el ojo de la mente y el ojo de la fe, este misterio el hombre; no cerremos ninguno de ellos hasta el día en que conozcamos como somos conocidos...tunc autem cognoscam, sicut et cognitus sum (1 Cor XIII, 129). Para el cristiano Dios es el misterio trascendente inmanente en nosotros. Por eso Lo podemos encontrar si lo buscamos: Tu autem eras interior intimo meo et superius summo meo decía san Agustín (Confessiones III, 6, 11) “Tú estabas en lo más íntimo de mi intimidad y por encima de lo que yo tenía de más elevado”. Pero ese interior no es un lugar en la mente, ni tiene una localización cerebral. Se trata de otro orden de realidad, de un orden espiritual, que supera todo, y que ha sido generado en el misterio de la Creación y proyectado en el misterio de la Salvación.


Referencias

Barkow, J., Cosmides, L., Tooby, J. (1992). The adapted mind: Evolutionary psychology and the generation of culture. New York: Oxford University Press.
Battro, A. M. (2000). Half a brain is enough: The story of Nico. Cambridge: Cambridge University Press.
Changeux, J. -P & Ricoeur, P. (1998). La nature et la règle: Ce qui nous fait penser. Paris: Odile Jacob.
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Churchland, P. M. (1996). The engine of reason, the seat of the soul: A philosophical journey into the brain. Cambridge, MA: MIT Press.
Damasio, A. R. (1994). Descartes’ error: Emotion, reason and the human brain. New York: Avon.
Dehaene, S., Le Clec'H, G., Cohen, L., Poline, J. B., van de Moortele,
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Gardner, H. (1983). Frames of mind: The theory of multiple intelligences. New York: Basic Books.
Gardner, H. (1983). Leading minds: An anatomy of leadership. New York: Basic Books.
Gardner, H. (1999). Intelligence reframed: Multiple intelligences for the 21st century. New York: Basic Books.
McCulloch, W. (1968). Embodiments of mind. Cambridge, MA: MIT Press.
Mithen S. (1996). The prehistory of mind. London: Thames & Hudson.
Paulesu, E. McCrory, F. Fazio, L. Menoncello, N. Brunswick, S. F. Cappa, M. Cotelli, G. Cossu, U. Frith (2000). How native language affects reading strategies. Nature Neuroscience. 3, 1, 91 - 96.
Vidal, F. (1995). Un “désir de corps mort”. Résurrection et identité des Evangiles au cyberespace. Equinoxe, 139 -152.
Vidal, F. (2001). Le sujet et les frontières de la pychologie, XVIIe - XXe siècles. Ëcole des Hautes Ëtudes en Sciences Sociales, Paris.

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